Por: Redacción DCP
¿Qué herencia estás dejando?
Vivimos en una época en la que ser padre parece reducirse a una sola cosa: proveer. Las conversaciones sobre el futuro giran en torno a seguros, propiedades, estudios universitarios, ahorros, estabilidad económica. Y aunque todo eso tiene su lugar —la Biblia misma dice que “el bueno dejará herederos a los hijos de sus hijos” (Prov. 13:22)—, muchos padres cristianos han confundido el valor de lo que se deja con la duración de lo que se transmite.
La verdadera herencia no se mide en soles ni se almacena en cuentas bancarias. El legado más valioso que un hombre puede dejar a sus hijos es el testimonio de una vida marcada por el temor de Dios. Una vida que apunta constantemente a Cristo. Ese es un legado que no se devalúa con el tiempo, que no se pierde en una crisis económica, y que no puede ser destruido por la polilla ni por el óxido. Ese es el legado que vale la pena dejar.
No basta con tener éxito
Cuando un padre muere, su testamento define sus bienes, pero su testimonio define su vida. Y lo que queda grabado en el corazón de los hijos no son las cifras de una herencia, sino los ejemplos, los silencios, las decisiones, los actos de fe —o de negligencia.
Pablo elogió a Timoteo por tener una “fe no fingida”, heredada de su madre Eunice y su abuela Loida (2 Tim. 1:5). Ninguna mención se hace de un padre piadoso. Puede que no haya estado, o que haya estado ausente espiritualmente. Lo cierto es que Dios usó a dos mujeres fieles para dejarle a Timoteo el legado más importante: una fe viva.
Y esto plantea una pregunta incómoda para muchos padres hoy: ¿estás invirtiendo más esfuerzo en el éxito de tus hijos que en su salvación? ¿Estás más preocupado por su ingreso mensual que por su vida eterna? ¿Sabes cuánto pesa su mochila, pero no sabes cuánto pesa su conciencia? Podrías dejarles un título universitario, pero no un amor por la Palabra. Podrías enseñarles a manejar un auto, pero no a caminar con Dios. Podrías hablarles de metas… y jamás del cielo.
El llamado intransferible
Dios no ha delegado la formación espiritual de los hijos a la iglesia, ni al colegio, ni a los ministerios. Ha delegado esa tarea al hogar. “Y estas palabras… las repetirás a tus hijos…” (Deut. 6:6–7). El verbo es personal. No dice “que lo repita el pastor” ni “que lo enseñe el maestro”. Dice tú.
Padre cristiano, el Señor te llama a ser más que proveedor: te llama a ser pastor de tu hogar. No solo para llevar pan a la mesa, sino también Palabra al corazón. No solo para proteger físicamente, sino para cultivar espiritualmente. Eso no requiere perfección, pero sí compromiso. No se trata de tener todas las respuestas, sino de caminar cada día en dependencia de Dios, mostrando a tus hijos que tu fe es real, viva, y relevante.
Quizás digas: “Pero yo no soy teólogo”. Y está bien. No necesitas serlo. Pero sí necesitas ser un hombre que ora, que se arrepiente cuando falla, que ama a su esposa como Cristo a la Iglesia, que honra el día del Señor, que lee la Biblia con sus hijos aunque sea torpemente. Tus hijos no necesitan un padre experto, sino un padre genuino.
Tus hijos te están mirando
Muchos padres no se dan cuenta de que sus hijos están aprendiendo todo el tiempo. Aprenden cuando te ven llegar cansado pero aún así orar con ellos. Aprenden cuando te ven frustrado pero no explotas. Aprenden cuando escuchan que no vas a trabajar en domingo porque has decidido santificar el día del Señor. Aprenden cuando ven que el Evangelio no es solo un discurso de domingo, sino la razón por la cual vives como vives.
Y aunque no lo digan, todo eso se graba. Las palabras pasan, pero el ejemplo permanece. Tal vez tus hijos no recuerden todos los devocionales familiares, pero sí recordarán si eras constante. Recordarán si trataste con ternura a su madre. Recordarán si tenías tiempo para ellos, o si eras un hombre siempre ocupado y ausente.
Y si estás sembrando hoy con lágrimas —con hijos rebeldes, con oraciones sin respuesta aparente—, sigue sembrando. La fidelidad nunca es en vano. Dios no es injusto para olvidar tu obra. Muchos hijos vuelven a casa no por el temor al castigo, sino por el recuerdo del amor y el testimonio de un padre que no se rindió.
Un legado que no se quema
El legado espiritual es como un fuego que puede pasar de generación en generación. A veces parece que se apaga, pero basta una chispa para volverlo a encender. Una Biblia con tus notas, una oración que grabaste, un consejo que diste cuando nadie más lo haría… puede ser el medio que Dios use años después para salvar a tus hijos.
Por eso, no midas tu éxito como padre por lo que logren tus hijos en esta vida, sino por cuánto conocieron a Cristo a través de ti. No te obsesiones con dejarlos “seguros”, sino con que estén anclados en la Roca eterna.
La pregunta no es: ¿tendrán tus hijos una buena vida? Sino: ¿verán en ti una vida digna de imitar? ¿Recordarán a su padre como un hombre fuerte o como un siervo quebrantado que amaba a Jesús más que a sí mismo?
El llamado final
Este Día del Padre, no te conformes con recibir una corbata o una tarjeta bonita. Mira con honestidad tu legado. ¿Estás invirtiendo más en el cuerpo de tus hijos que en su alma? ¿Estás dejando una herencia que no se puede vender ni hipotecar?
Si eres padre, ora por sabiduría. Pide perdón si has fallado. Comienza hoy. Nunca es tarde para construir sobre la Roca. Y si tu padre fue un hombre así, dale gracias a Dios. Has recibido una herencia más rica que el oro.