INVERSIÓN CON SABIDURÍA

Miqueas 6:19-34

De todos los temas que Cristo tocó durante su ministerio terrenal quizás ninguno ha sido menos comprendido por el hombre moderno que este. Rodeados de lujos y bienes materiales sin número, hemos preferido creer que Jesús era una especie de «santo patrono» del materialismo. Incluso hemos intentado elevar a virtudes algunas de las más detestables actitudes en el ser humano, tales como la codicia, el egoísmo y el desenfreno.

Las Escrituras, no obstante, advierten que el amor al dinero es la raíz de todos los males y que «los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas que hunden a los hombres en destrucción y perdición» (1 Ti 6.9). Estas son palabras radicales para un tema que requiere de una postura radical. No es lo que decimos con nuestros labios lo que define nuestra devoción, sino lo que ocupa nuestros pensamientos día y noche. No puede ser «aguado» el mensaje de Jesús, ni adaptado para que mengüe nuestra incomodidad. Sobre todo, no podemos darnos el lujo de creer que este no es un problema que nos afecta a nosotros. La mentira más obstinada y arraigada en la cultura moderna es que el dinero le destruye la vida a los demás, pero jamás lo hará con nosotros.

Jesús comenzó su enseñanza con una recomendación para todos aquellos interesados en hacer una buena inversión: «No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho destruyen, y donde ladrones entran y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho destruyen, y donde ladrones no entran ni hurtan.» La razón de esta recomendación es sencilla; toda inversión terrenal estará sujeta a las mismas realidades que acompañan el diario vivir del ser humano. En esta tierra simplemente no existe tal cosa como una inversión «segura». Incontables colapsos económicos, calamidades naturales, golpes de estado, guerras y caídas estrepitosas de los mejores planes económicos testifican de que hasta los más seguros pueden perderlo todo en un abrir y cerrar de ojos.

Cristo aconseja acumular tesoros que están más allá del alcance de un mundo caído, guardados en los lugares celestes. Estas son la clase de inversión que no dejan solamente un retorno favorable para esta vida, sino para toda la eternidad. No se trata aquí de dinero sino de cosas más preciosas y valiosas que el oro, la plata y las joyas.

La razón principal de esta recomendación, sin embargo, no es lo seguro de la inversión, sino el efecto que tienen los tesoros sobre nuestra vida. Cristo no admitía argumento en este punto; «donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón»Hemos intentado una y otra vez comprobar que en realidad es posible estar a gusto con Dios y con las riquezas de este mundo, pero la verdad es que nuestro corazón tiene lugar para un solo tesoro. No es lo que decimos con nuestros labios lo que define nuestra devoción, sino lo que ocupa nuestros pensamientos día y noche. ¡Allí donde está nuestro tesoro estará nuestro corazón!

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Luz en tinieblas

LUZ EN LAS TINIEBLAS

Sofonías 1:1-14 Debemos tomar en cuenta que en el periodo en que se escribió este evangelio la oscuridad constituía una verdadera limitación para la humanidad. Cuando caía el atardecer y se ponía el sol la gran mayoría de las actividades del día cesaban. Los hombres no poseían aún los medios como para prolongar con iluminación artificial las horas hábiles del día, de manera que la noche imponía serios obstáculos para las actividades de la población. La analogía revela cuán profunda es la incapacidad del hombre de discernir los caminos que debe escoger para echar mano de la vida. Aun a los que poseen mejor vista, la noche no les permite ver nada con claridad. Todo permanece entre penumbras, escondido en un mundo de sombras y siluetas. La necesidad de la luz se intensifica, pues, sin ella, el avanzar en el camino resultará extremadamente tortuoso complejo. La luz de Cristo es más intensa que las tinieblas, de modo que la oscuridad no puede sojuzgarla. El Hijo de Dios, declara Juan, es la luz que tanto necesitan los hombres. Su luz, sin embargo, no posee la cualidad transitoria de las luces que podían fabricar los hombres, tal como una antorcha, una vela o una lámpara. Estas permanecían el tiempo que duraba el combustible que las mantenía encendidas. Cuando por fin se consumía, las tinieblas volvían a imponer su mano tenebrosa sobre todos. Juan afirma que, a diferencia de estos precarios utensilios, la luz de Cristo es más intensa que las tinieblas, de modo que la oscuridad no puede sojuzgarla. Esta luz, a diferencia de las otras luces, posee vida propia, que le permite conquistar, en forma definitiva, los lugares donde anteriormente las tinieblas han reinado sin restricciones. Resulta lógico, entonces, afirmar que a mayor cercanía a la persona de Cristo, mayor luz recibiremos sobre la vida a la que hemos sido llamados. El camino para discernir con más nitidez el Reino no se encuentra en el disciplinado y minucioso estudio de las Escrituras, aunque este puede ser uno de los caminos por los que nos acercamos a su persona. La luz que buscamos no la alcanzamos con la mente, sino con el espíritu. La entrada del Mesías a la Tierra es el anticipo a aquel momento en que las tinieblas dejarán de existir por completo, pues llegará el día en que «no habrá más noche» y el pueblo del Cordero «no tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los iluminará, y reinarán por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 22.5).  Se tomó del libro Dios en Sandalias, de Christopher Shaw, Desarrollo Cristiano Internacional, ©2008-2010. Todos los derechos reservados.


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Fe

FE

Habacuc 7:1-10

Los enviados del centurión comunicaron a Jesús el mensaje que les había sido confiado, un mensaje que dejó atónito al Cristo. Dirigiéndose a la multitud, exclamó: «Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe.» Esta es, por demás, una sorprendente declaración. Este hombre tenía una perspectiva sobre la vida espiritual que merece nuestra atención.

Examinemos, por un momento, sus palabras. Explicando que era innecesario su presencia física en la casa del centurión, añadió: «di la palabra y mi siervo será sanado, pues también yo soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes, y digo a este: “Ve”, y va; y al otro: “Ven”, y viene; y a mi siervo: “Haz esto”, y lo hace.»

Con seguridad existe una dimensión más profunda en las palabras de este romano de lo que nosotros podemos captar. No obstante, creo que podemos resaltar al menos dos elementos fundamentales relacionados con la fe. La fe reconoce que cuando Dios habla tiene autoridad absoluta para decir lo que dice. En primer lugar, este hombre entendía que la fe descansa sobre la palabra hablada.

Para los que somos parte del pueblo de Dios, esta es una importante distinción. Demasiados cristianos creen que la fe es una especie de sentimiento de entusiasmo o pasión.Cuanto más positivo sea este sentimiento más probable se cree son las posibilidades de que se cumpla lo que el sentimiento anhela. Por esta razón somos animados, con frecuencia, a cantar con más fe o a orar con mucha fe. La fe que se tiene en mente es una especie de fervor santo que, supuestamente, impacta al mundo espiritual.

La fe bíblica se fundamenta sobre algo mucho más sólido y confiable que esto, la Palabra eterna del Dios todopoderoso. Pablo claramente señala esto en Romanos: «Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios.» (10.17). Fe, entonces, es algo que se nutre exclusivamente de las Palabras que han sido pronunciadas por la boca de Aquel que es soberano.

Esto nos lleva a la segunda observación sobre la fe. El centurión entendía que una parte esencial de la fe tiene que ver con la autoridad del que pronuncia las palabras que la sustentan. Esto es algo que, como parte de un sistema militar, entendía claramente. Ningún soldado en actividad osaría dudar de la autoridad de un oficial de rango superior. Todo el edificio militar descansa sobre el hecho de que el que da las órdenes goza de una autoridad incuestionable a los ojos de los que las reciben.

Del mismo modo, la fe reconoce que cuando Dios habla tiene autoridad absoluta para decir lo que dice. Sus hijos pueden creer sus Palabras, porque están respaldadas por su posición de soberano del Universo. Si no existe un reconocimiento de esta autoridad total y absoluta, no se puede ejercer fe. El centurión reconocía la autoridad del Cristo y entendía, por ello, que no hacía falta que estuviera físicamente presente para que ocurriera algo. Bastaba que simplemente pronunciara palabras al respecto. Y así fue. Habló, y «al regresar a casa los que habían sido enviados, hallaron sano al siervo que había estado enfermo». «¡Concédenos, Señor, vivir en esta dimensión de la fe! Amén.»

 

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