Por: Matías Peletay
Fuente: Coalición por el Evangelio
De igual manera, también los principales sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, burlándose de Él, decían: «A otros salvó; a Él mismo no puede salvarse. Rey de Israel es; que baje ahora de la cruz, y creeremos en Él» (Mt 27:41-42).
Cuando Jesús estaba clavado en la cruz, en el momento de Su agonía, los principales sacerdotes y ancianos del pueblo le ofrecieron un trato tentador: si se bajaba de la cruz, es decir, si se liberaba de una manera milagrosa, ellos estarían dispuestos a creer que Él era el Cristo. La propuesta era atractiva, pues significaba evitar el dolor y conseguir que muchas personas creyeran en Él. Pero Jesús decidió quedarse en la cruz.
Para entender mejor esta oferta de último momento de parte de los líderes espirituales de Israel, podemos hacer un breve repaso de sus interacciones con Jesús.
Una generación incrédula
Los sacerdotes y líderes del pueblo se veían a sí mismos como los pastores del pueblo de la nación, eran los instructores que guiaban a los demás a través de sus enseñanzas. No estaban del todo equivocados. Pero el deseo de poder y la corrupción del corazón humano habían hecho que estos pastores se desviaran y desviaran al resto del pueblo con ellos. La corrupción de estos líderes espirituales se había acumulado por tanto tiempo que Dios había decidió arrebatarles su posición y pastorear Él mismo a Su rebaño (Ez 34:11-16). Dios mismo sería el pastor que los líderes debían ser, pero que no fueron.
Esta fue una de las promesas que Jesús, el buen pastor, vino a cumplir. Cuando comenzó a enseñar, los oyentes sabían que era distinto a los escribas, sacerdotes y demás líderes (Mr 1:22). Mientras más conocido era Jesús, más despertaba la envidia de los líderes espirituales de la nación. Luego del milagro tremendo de multiplicar los panes, unos fariseos se acercaron a Jesús para discutir con Él. Estos maestros de la ley exigían una señal del cielo (Mr 8:11-13). Actuaban como los jueces de la fe, como los únicos capaces de certificar si este hombre, que decía ser Dios, era realmente un enviado del cielo. Esta actitud arrogante les impedía ver las obras de Jesús a la luz del Antiguo Testamento, para entender que las promesas de Dios se estaban cumpliendo en Él.
Cuando Jesús se dirigió a Jerusalén para llevar a cabo Su plan como el Mesías de Dios, Sus palabras expresaban claramente que este plan incluía ser rechazado por los sacerdotes y principales del pueblo (Mr 8:31-32). En la ciudad de Jerusalén, Jesús fue recibido por la multitud como el rey esperado, una aclamación popular que fácilmente podría haber aumentado el resentimiento de los líderes de la ciudad. ¡Cuánto más luego de que Jesús echó a los mercaderes del templo! El escándalo era público, la autoridad de los sacerdotes y escribas era desafiada y la figura de Jesús crecía.
Por eso los sacerdotes, escribas y ancianos le salieron al encuentro para demandar explicaciones: «¿Con qué autoridad haces estas cosas, o quién te dio autoridad para hacer esto?» (Mr 11:28). Pero Jesús no les respondió. La pregunta solo tenía el propósito de censurar, de castigar y prohibir que Él siguiera enseñando y modificando las costumbres. Los líderes no estaban dispuestos a aprender o a escuchar alguna explicación de parte de Jesús.
Las señales estaban a la vista: los ciegos veían, los cojos andaban, los muertos eran resucitados y el evangelio era anunciado a los pobres (Mt 11:5-6). Las promesas de Dios, escritas por los profetas, se estaban cumpliendo ante los ojos de los escribas y fariseos, pero su corrupción no les permitía verlas. Su deseo de mantener el poder y su orgullo les impedía reconocer las señales. Una generación perversa y adúltera que exigía señales, pero que no era capaz de entender los tiempos acordes a las Escrituras.
Tal era la ceguera de su pecado, que cuando este liderazgo finalmente logró llevar a Jesús a la cruz, seguía pidiéndole señales a este hombre moribundo. Claro que lo hacían para burlarse, como lo hacía el resto de las personas que pasaban por allí, pero aún así se atrevieron a asegurar que ellos estarían dispuestos a creer que Jesús era el Mesías, si demostraba una señal poderosa y se bajaba de la cruz. ¿Puedes imaginarlo? Jesús liberándose de los clavos ante la multitud, recomponiendo Su cuerpo maltratado y castigado hasta el cansancio y revirtiendo todo Su sufrimiento para bajarse sano y sin un rasguño. Esa sí que sería una señal tremenda a ojos humanos.
¿No era esa invitación de los líderes del pueblo una buena oportunidad para demostrar que Jesús era el verdadero Hijo de Dios? ¿No se hubieran convertido los líderes de la nación y tras ellos, el resto del pueblo? A muchos de nosotros nos gustaría pensar que sí, porque es el tipo de señal y manifestación que nos gusta buscar.
Nos puede ayudar recordar la conocida parábola de Lázaro y el hombre rico (Lc 16:19-31), donde Jesús contó que el personaje rico aseguraba que si alguien de entre los muertos se levantaba y anunciaba la verdad a sus familiares, entonces se arrepentirían y serían salvos. Parece lógico. ¿Quién no creería si ve a un muerto resucitar para transmitirle un mensaje? Pero la respuesta de Abraham en la parábola fue: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán si alguien se levanta de entre los muertos» (v. 31). Si no creen por el testimonio de las Escrituras, la Palabra de Dios, no creerán, aunque se levanten los muertos delante de sus propios ojos. Otro Lázaro, el amigo de Jesús, fue resucitado ante la vista de muchos, pero no todos los testigos creyeron (Jn 11:45-46).
Esto mismo podríamos decir de los principales sacerdotes y escribas que miraban a Cristo en la cruz. Aunque Jesús se hubiera bajado en una manifestación de poder ante sus ojos, sus corazones habrían seguido endurecidos. ¿Cuántos milagros había hecho Jesús antes y no fueron suficientes para sus pretensiones? Los mismos líderes lo reconocieron: «a otros salvó». Sabían muy bien que Jesús era capaz de hacer cosas extraordinarias, por eso se burlaban de Su condición dolorosa y aparentemente derrotada mientras estaba clavado en el madero.
Se quedó en la cruz
Por más tentadora que parecía la oferta en términos humanos, el plan eterno de Dios era diferente. Jesús es el cordero preparado desde antes de la fundación del mundo para pagar el precio de nuestro rescate (1 P 1:18-20). La muerte de Jesús era necesaria para nuestra salvación. La crucifixión parecía una escena de derrota, pero en realidad era el triunfo de Cristo sobre el pecado de Su pueblo. Jesús estaba destruyendo la condena que pendía sobre nuestras cabezas (Col 2:14) y, en Su mismo cuerpo, borró nuestra enemistad con Dios (Ef 2:16).
Quedarse en la cruz fue la verdadera victoria, la verdadera manifestación de poder. Para mentes humanas nubladas por el pecado, Jesús era un abatido, un pobre hombre derrotado e incapaz de evitar su muerte. Un herido por Dios. Pero nada estaba más lejos de la verdad, pues Él estaba llevando nuestras enfermedades y sufriendo nuestros dolores, para que todo aquel que cree en Él tenga vida eterna (Jn 3:16).
En nuestra mirada humana, limitada y egoísta, hubiéramos pensado que bajarse de la cruz podría haber sido la mejor opción. Una demostración tan potente y pública podría haber convencido a muchos. Pero Jesús, conociendo el plan eterno del Padre, puso Sus ojos en los frutos de Su aflicción (Heb 12:2). El amor a Su pueblo lo mantuvo en la cruz; miró al resultado y a los beneficiarios de Su muerte y, entonces, soportó las burlas, el desprecio y la muerte. Se quedó en la cruz no por falta de poder, sino por el poder de Su amor.
Al final, morir por amor era el paso previo y necesario para resucitar con poder, y de esa manera consumar la redención de los Suyos.
Nuestros ojos lo vieron
Ninguno de los testigos de Su muerte pudo discernir lo que realmente estaba sucediendo. Ni los burladores que pasaban, ni los sacerdotes y escribas que le injuriaban con arrogancia, ni Sus discípulos que huyeron, ni las mujeres que le lloraron. Fue la gloria del Cristo resucitado lo que convenció a Sus discípulos de su fe y lo que les permitió entender el verdadero sentido y significado de la cruz.
Pero ¿cómo convencer a aquellos que no pueden ver con sus ojos físicos a Jesús resucitado? La respuesta está en lo que Abraham le dijo al hombre rico en la parábola que Jesús relató: «a Moisés y a los profetas tienen». El Espíritu de Dios nos muestra la gloria de Cristo en las Escrituras, en Moisés y en los profetas. Es imposible entender, ver y conocer el significado de la cruz fuera de las Escrituras y sin la ayuda del Espíritu Santo. Gracias a la iluminación del Espíritu, podemos entender cuál fue el poder que actuó en la resurrección y coronación de Jesús, y que ahora vive en nosotros si hemos aceptado la redención por la fe (Ef 1:18-19).
Al conmemorar el día de la muerte de Jesús, nosotros vemos mucho más que una cruz de dolor, como solo veían aquellos líderes espirituales de Israel. Nosotros vemos la gloria de Cristo, Su triunfo sobre el pecado y el precio de nuestro rescate.
Los sacerdotes y ancianos, ciegos en su arrogancia, se burlaron del Salvador en Su sufrimiento. Pero cuando escucharon la predicación del evangelio y el Espíritu actuó por la Palabra, muchos judíos fueron convencidos de sus pecados y respondieron con arrepentimiento y fe (Hch 2:37-39). Gracias a la predicación y al testimonio de la iglesia de Jerusalén, incluso muchos sacerdotes vinieron a la fe (Hch 6:7). Tal vez muchos de ellos habían contemplado a Cristo en la cruz y menearon la cabeza, algunos en forma de burla y otros con decepción. Tal vez se convirtió alguno de aquellos que gritaron con soberbia: «que baje ahora de la cruz, y creeremos en Él».
Jesús no se bajó de la cruz, sino que se quedó por amor hasta que Su obra fue consumada (Jn 19:30), y por eso muchos sacerdotes después pudieron creer. De la misma manera nosotros creemos en Dios y hemos recibido Su perdón, porque Cristo no se bajó de la cruz, sino que se quedó allí por amor.